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El ruido como dueño del espacio

En el Paseo Bolívar, el silencio es un lujo que no tiene cabida. Desde el amanecer, la calle despierta con un estruendo que no cesa hasta bien entrada la noche. Los motores de motos, carros y buses se mezclan con las propagandas de los vendedores, creando una sinfonía caótica que acompaña el despertar del lugar.

“¡A mil, a mil!”, grita alguien, mientras el eco de su voz se pierde entre el golpe seco de un martillo que repara una mesa al borde de la acera. Todo parece moverse en un caos perfectamente coordinado, donde cada sonido tiene su propósito y lugar.

El ruido aquí no es solo ruido: es comunicación, estrategia y resistencia. Los vendedores alzan la voz para destacar sus productos, intentando hacerse notar entre las tiendas, cuyos parlantes disparan música en un duelo constante. Más allá, un policía silba, pero su esfuerzo queda opacado por el rugido de un motor que atraviesa un semáforo en rojo.

En este espacio compartido, el ruido lo domina todo. En una esquina, un comerciante discute con otro por el lugar de su puesto; sus voces se alzan como si el que gritara más fuerte tuviera la razón. Cerca, una propaganda compite con un altavoz que anuncia promociones. Todo aquí es efímero, pero constante.

Cuando parece que el bullicio da tregua, un murmullo lo reemplaza: el sonido de pasos, el roce de bolsas llenas de mercancías, el golpeteo metálico de una carreta que cruza apresurada. Aquí, el silencio nunca es total.

Al caer la tarde, el ritmo cambia, pero no el volumen. Los gritos de los vendedores dan paso a conversaciones animadas entre quienes cierran el día. Los buses que ya no transitan ceden el protagonismo a motos y taxis, cuyas bocinas marcan la prisa de quienes se niegan a detenerse.

En el Paseo Bolívar, el ruido es la norma. No hay reglas escritas, pero todos parecen entenderlas. Este espacio caótico y vivo vibra con un pulso incesante que refleja la actividad y la esencia del lugar. Aquí, nada se detiene.

Por: Isabella Jaraba