Dentro del corazón amarillo y rodeado de mar, entre las costas más brillantes de todo el océano, estaba un pueblo, uno muy colorido y singular, su nombre era Palenque, San Basilio de Palenque. Era un pueblo tan caliente, tan caliente, era la tierra más colorida y musical, cuando los abuelos tocaban el tambor los pies de todos se movían solos y las voces se mezclaban con la de los ancestros, manteniendo vivo su recuerdo entre melodías y canciones.
Manuel vivía con una de estas matronas, Linda se llamaba ella, era la madre de su madre. Con mucho amor lo acompaño al crecer y le enseño el respeto que se le debía tener a todos los instrumentos de percusión. De vez en cuando, linda, con el cantar de las pulseras adornando su caminar, le mostraba todos los tambores de la casa y le enseñaba el nombre de cada uno de ellos.
En este enigmático y singular pueblo, vivía Manuel, un niño de espíritu inquieto y un apetito voraz. Manuel nunca conoció a su madre, solo escuchaba de vez en cuando, de la voz arrugada de las matronas, que un día se perdió entre los árboles y el viento, junto al son de un tambor que tocaba bullerengue viejo. Desde ese entonces, cuentan las ancianas sonrientes, que a Manuel le comenzaron a picar los pies y que el hambre no dejaba de asomarse por su barriga.
Linda decía paciente: Esta es la tambora, ese dé por allá es el tambor alegre, ese otro, el que está al lado, es el pechiche... Así decía.
Manuel la escuchaba con atención, pero nunca había visto a su abuela tocar alguno de esos instrumentos y cada vez que escuchaba cómo su abuela le nombraba uno por uno, no podía evitar bailar.
-Manuel ¿qué te pasa? - le preguntaba.
-Abuela, no me dejan de picar los pies y la picazón solo se me quita si comienzo a bailar.
-Llamare a Thomas pa’que toque el tambor, quizás así se te pasa- le respondía. Y siempre que Thomas, el vecino, iba a su casa, tocaba una canción y al niño se le pasaba la picazón mientras bailaba.
Un día, mientras el niño vagaba por las calles del pueblo, llegó a un lugar lleno de árboles muy altos y casi abandonado. Los colores amarillos, rojos y azules se perdieron a medida que el verde de las hojas fue tomando camino y es aquí, que en medio de la nada se encontró con un viejo vendedor de tambores, cuyos ritmos resonaban como un llamado a su alma inquieta. Intrigado, Manuel se acercó al vendedor y le preguntó sobre los tambores y su música.
El viejo vendedor, con una sonrisa amable, le explicó a Manuel que los tambores eran instrumentos mágicos, capaces de curar el cuerpo y el espíritu. Le contó que tocar el tambor podía aliviar el hambre y la picazón de sus pies, y que podía llenar el corazón de alegría y paz.
Entonces le señaló un tambor, uno de color naranja, muy vivo. - Es este niño, este quitara el hambre que resuena en tus pies, pero que es de tu alma, este tambor se llama “quitambre” te lo manda tu madre y ella me dijo que es experto en quitar el hambre-.
Manuel, fascinado por las palabras del vendedor, decidió comprarle el tambor y llevarlo a casa. En el camino los árboles se fueron cayendo, el gris se iluminó con los rayos del sol y el verde desapareció. El niño no pudo esperar para probar el poder del tambor. Comenzó a golpearlo con sus manos pequeñas, creando un ritmo que resonaba en su pecho, pero sus pies comenzaban a tocar, entonces decidió llevarlo a su casa y esperar a que su abuela llamará a Thomas para que lo tocara.
En la tarde, cuando su abuela miró el nuevo tambor, vio a su nieto y comenzó a llorar – Manu ¿quién te dio ese tambor? Se parece mucho al de tu mamá –.
– Me lo dio un señor, en el medio del bosque –
– ¿de cual bosque me hablas, hijo? Aquí en palenque no hay bosque – le respondió. Manuel muy confundido le explico lo que pasó y la matrona comenzó a llorar y entre lágrimas hecho una carcajada y dijo: Supongo que esta tierra, mi tierra, mi palenque, mantiene a tu mamá con vida.
Linda tomó el tambor con sus manos, se sentó en la terraza, donde normalmente se sentaba Thomas a tocar, y comenzó a tocar a quitambre, pero aun sin voz.
–Es porque este tambor, mi niño, le quita el hambre y la inquietud a tu pequeño corazón, porque este era el corazón de tu mamá.
–Sí abuela – le dijo mirándola a los ojos.
Manuel comenzó a bailar y cuando su abuela terminó, ella misma le pregunto –¿se te ha quitado la picazón de los pies? –.
– Ven mijo, sientate y escucha la historia de tu madre, es una historia que solo puedes escuchar con esta música y este tambor, es una historia que no se pierde y todo es gracias a mi lindo bullerengue – y entonces comenzó a tocar, con las pulseras retumbando en las notas altas de la canción.
Entre las calles de San Basilio de Palenque, hay una casa que destaca por su brillante color naranja, rivalizando con el sol para iluminar toda la comunidad. “Las Alegres Ambulancias” se lee en la pared derecha, donde la gente del común suele poner la dirección que identifica a su residencia. Pero en un sitio donde todos se conocen y donde el foráneo se ubica preguntando, bastan y sobran tres palabras. La Burgos recorre la zona con la elegancia de una reina, en su cabeza lleva una pequeña vasija de plástico con cocadas. El equilibrio en todo su esplendor, más que caminar parece que ejecutara una danza, su andar rítmico es atrayente, parece que se mueve al son de una música que solo ella escucha en su cabeza. Su falda suelta y colorida acompaña el vaivén de sus caderas y su semblante sereno e imperturbable adornan sus facciones. Sentada en la terraza de su casa, con el naranja rebotando en toda su piel y las pulseras que carga en ambos brazos acompañando sus palabras como si de una canción se tratase, cuenta que su madre, “Graciela Salgado”, es quién le enseñó quien sería ella incluso antes de nacer: “Emelinda, mi sucesora”.
Con los ojos brillantes y una sonrisa que se deja entrever de los susurros, dice con orgullo que su madre fue una mujer muy reconocida dentro de su comunidad “Palenque”, por nacer en medio del tambor, del pechiche y con una familia dotada de música. Es ahora, cuando los años comienzan a pasar por sus ojos, que reconoce que todo lo que sabe de la música es gracias a su mamá, Graciela. “Y como yo soy mella con otra” cuenta la Burgos, se ensaña en una historia que a leguas se nota que ha relatado muchas veces, una historia que no pierde su esencia “Mi mamá siempre decía: esta que está aquí es la mala y se tocaba el lado izquierdo de la barriga, porque la otra es quietecita” cuenta con la voz bajita. “El día que fuimos a nacer...” comienza de nuevo “...primero nació mi hermana y Graciela decía que no gritó, ni hizo mucha algarabía cuando nació, estaba naciendo la mella buena... pero conmigo fue otra historia, comencé a gritar y a moverme, una vez nací dijo: esa era la mala, está es la que va a seguir con mi legado”. “Esta en esa esquina” señala La Burgos, pidiendo que por favor le acerquen el tambor de su mamá. Se le ilumina el rostro cuando lo ubica entre sus piernas y con fuerza empieza a despolvorearlo, sus expresiones se pintan de nostalgia, sin duda recordando a su madre. Así es como se adentra en un relato sobre su infancia “mella pásame el tambor” le decía Graciela a su hija en aquel entonces y procedía a tocar con mucho entusiasmo el mismo tambor que La Burgos sostiene ahora. Cuando terminaba de tocar se lo devolvía a su hija y le decía “ya se me quito el hambre”.
Emelinda Burgos Salgado, mira hacia arriba perdida en sus memorias y sonríe soñadoramente, “Y así le deje el nombre al tambor, quita hambre”. Tal como su madre le enseño, empieza a tocar y a cantar. “Mal pago se llama el perro y fortuna la perrita cuando se muera mal pago, queda la fortuna solita Y asi, asi, asi ” Cuando La Burgos canta y el tiempo parece suspenderse como si empezara a correr a un ritmo diferente, un ritmo que suspira de pesar ante la posibilidad de que Emelinda deje de cantar. Las personas a su alrededor quedan hipnotizadas, hechizadas, con un deseo profundo de que su voz se vuelva eterna. La Burgos cuenta que es la cantadora de “las alegres ambulancias” siguiendo los pasos pronosticados por su propia madre. Actualmente este grupo musical, toca con instrumentos más modernos como: bajo, trompeta, batería eléctrica y otros más. De esta forma muchos piensan que se pierde la esencia de lo que significa ser palenquero. Sin embargo, tras la preferencia de su propio hermano, Tomas Teherán, agregarles nuevos instrumentos a las alegres ambulancias lo que hace es garantizar que las nuevas generaciones se interesen en el bullerengue, pues los jóvenes suelen buscar música más movida. A la casa de Emelinda, llegan invitados y personas buscando sus conocimientos y su música, que deriva en alegría, nostalgia y reconocimiento, el valor de reconocerse y saber que la música palenquera, el bullerengue, protege y celebra nuestras raíces. Ella siempre les da la Bienvenida y los recibe con los brazos abiertos, coge el quita hambre y lo suena, mientras canta. “la gallina, la gallina, el gallo quiere cantar, La gallina copetona, el gallo quiere cantar” Al final del toque, ella pide que se echen otro y otro más, porque La Burgos cuando empieza cantar, ella no quisiera acabar.