Por: Gloria Melissa Ángel Pérez
Cuando llegaba a Don Gabriel a unos 10 minutos de Chengue, me atrajo el silbido de un señor que en la lejanía esperaba un bulto de aguacates para vender, me sorprendió la rapidez cuando dijo en voz alta: ‘’estoy preparado para la entrevista’’. -No se diga más- dije.
En lo que encendía la cámara para grabar, sacó un peine que guardaba en su cartera y peinaba su cabello negro y a su alrededor un nevado de canas blancas; su padre y su madre a simple vista, ancianos de la tercera edad le acompañaban con orgullo, y entre murmullos, asentaban con la cabeza todo lo que su hijo contaba.
Francisco Mendoza es el mayor de tres hermanos, tiene 58 años, y como él recalcaba, nacido y criado en Don Gabriel, acostumbrado a bañarse en las pozas cristalinas de las verdes montañas, y a tomar la leche recién salida de la teta de la vaca. Contó con la suerte de estudiar en el colegio americano de Cartagena, aunque le hubiese gustado ahí mismo en Don Gabriel. Para ese tiempo, Francisco, aunque prefiere que lo llame ‘’El hijo Sabanero’’, (por su pseudónimo de compositor) prefería no saber nada de la Violencia mientras trataba de educarse en Cartagena, como quién dice, él venía y volvía, y la forma de contrarrestar el impacto por la cruel Violencia que atravesaba el terruño de sus pozas cristalinas, era mejor no sabiendo nada. ‘’Entre menos sabia, menos sufría’’, cuenta Facho con una voz casi que desierta de sí mismo.
Cuando tuvo a su primera hija, ya vivía de nuevo en Don Gabriel, eran los años 90 y anhelaba las tierras a la orilla de las montañas, el cantar de los pájaros y la mula con el señor vendiendo leche fresca y tibia, pero aún seguían los enfrentamientos entre militares y guerrillas. Fue profesor de la institución del pueblo y aunque fue amenazado muchas veces por los grupos armados que merodeaban el pueblo, trató de mantenerse al margen por su familia.
En 2001 cuando ocurrió la masacre de Chengue, esa misma noche se desplazó con su familia y con su segunda hija en brazos, llegaron a Chalán para resguardarse de las amenazas y de los sonidos de los helicópteros que paseaban como ecos por la región, y aunque poco enfatice en los detalles, prefiere dejar de lado aquella época que, muchas veces recuerdan como la peor.
En medio de la charla, Francisco saca un pañuelo de su bolsillo izquierdo, no contiene las lágrimas y deja caer algunas cuantas, con su voz lenta y cansada, recuerda las noches en que, en las noches, en vez de leerle cuentos y cantos a sus pequeñas hijas, prefería mejor recordarles que, en caso de escuchar confrontaciones o helicópteros, debían tirarse al suelo y debajo de la cama, por si ‘’alguna cosa’’. ‘’Ya era costumbre’’ terminó.